lunes, 28 de diciembre de 2009

The best pain ever made


Aún no habían sanado los moratones y los cortes de la noche anterior pero sin darse cuenta, volvió a encontrarse con esa pared.

Pedir perdón no era suficiente para poder liberarse, él no había terminado, nunca terminaba, y las promesas eran ceniza hacía ya demasiado tiempo.

Ahora besaba el suelo mientras él pateaba su espalda y sus piernas, asegurándose así de no marcar un sitio visible. Le gritó hasta quedarse sin voz, le pegó hasta cansarse y ella no lloró, no pensaba darle ése gusto. No, hoy no.

Él mismo la levantó para que terminara de fregar los platos, -me voy a dormir-musitó sin mirarla, –buenas noches cariño, que descanses– le contestó y emprendió cojeando el camino hacia la cocina. Un momento de silencio era la mejor recompensa tras la paliza.

Recogió los trozos de la taza que se le había caído antes de la pelea, y pensó que probablemente hoy había sido ésa maldita taza la razón de la bronca. Lavó lentamente los platos y los vasos dejando que el agua caliente la reconfortara.

Sin percatarse, reservó el cuchillo con el que había cortado la carne cruda para el final. Cuando lo tuvo en sus manos lo observó durante unos minutos. Ése cuchillo era la llave que abría la puerta hacia la libertad de la misma manera que el dinero la abría para un mendigo. No iba a dejar escapar la oportunidad. No, hoy no.

Una sonrisa pícara se dibujó en sus labios, se descalzó y caminó hacia el dormitorio sujetando el cuchillo con fuerza. Allí se encontraba su amor durmiendo profundamente, ese hombre con el que había pasado tantísimas noches de deseo descansaba tumbado en la cama. No se lo pensó y clavo la llave en su espalda, en su cuello tantas veces como pudo, hasta que él paró de moverse y empezó a sangrar. Su respiración se aceleró. Nunca hubiera pensado que habría sido capaz de matar a su pequeño. La presión de la culpa en su pecho la ahogó y estalló en sollozos. Se arrodilló junto a él como tantas veces había hecho y le besó su brazo, su cara, sus labios con fuerza.

Se levantó sin apenas sentir el dolor de la espalda y bajó lo más rápido que pudo al almacén. Allí cogió un bote de gasolina y vio el coche de su marido. ¡Cuántas locuras habían vivido juntos! se ruborizó y acarició con la yema de sus dedos los cristales que tantas veces había empapado con sudor. ¿Dónde se había ido esa pasión durante los últimos 5 años?

Subió las escaleras hacia su piso cojeando, una vez allí se acercó a la cocina y cogió el paquete de tabaco de su marido. Actuaba instintivamente, tal vez porque los pasos a seguir ya habían estado trazados en sueños.

Roció su ropa con la gasolina, las sábanas de la cama y la cómoda. Todo menos a su marido. No le quería hacer más daño. No, hoy no.

Se tumbó a su lado y cerró los ojos. Sacó el mechero en la oscuridad. Le besó y se encendió un cigarro. –Buenas noches cariño, que descanses–.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Médicos dignos de admiración...

No sabía como, pero ya volvía a estar atado a mi silla de castigo. Creo que impotencia era la única palabra con la que podía definir todo lo que sentía. No recordaba que había hecho mal, sólo que merecía un castigo, y allí estaba, gritando para que terminara.

Oí a mi mamá llorando y a mi padre, también exasperado aunque sin abandonar su compostura tan fría. Hablaban de un médico con mucho, mucho talento, y un centro u hospital, no lo sé, a veces le llamaban centro, y a veces, hospital.

Cuando me harté de gritar, vino mi papá para soltarme y acostarme en mi cama, sin cenar, que también formaba parte del castigo.

Me levantaron pronto, estaba hambriento, así que bajé corriendo a la cocina para almorzar. Vi a mi mamá vestida con la ropa marrón y la camisa blanca que se ponía siempre para ocasiones especiales. Papá también había elegido una corbata a juego con sus zapatos y su cinturón. No entendía nada, pero algo especial se acercaba porque me pidieron que almorzara rápido y que me fuera a vestirme con mi chaqueta azul marino, mi pantalón azul marino y mis nuevos zapatos que me hacían llagas.

Subí al coche y pronto me volví a descalzar, sólo había andado por casa y mis pies ya me dolían. ¡Como odiaba esos zapatos!

Con tanto ajetreo se me había olvidado preguntar adonde íbamos, pero no me preocupaba, ahora solo me molestaban esos dichosos zapatos.

Había mucho silencio en el coche, por lo que deduje que: o aún seguían enfadados conmigo, o que alguien había muerto.

Tras treinta y cinco minutos de viaje, mi papá aparcó y nos bajamos. Fue allí donde pregunté adonde íbamos, y mi mamá sólo me dedicó una sonrisa vacía, muy diferente a las que hacía cuando papá llegaba de trabajar con buenas noticias, o cuando yo le hacía un beso.

Nos dirigimos a un edificio que parecía un hospital, y mis rodillas empezaron a temblar. Nos sentamos en unas sillas blancas y marrones que estaban en la entrada y yo me puse encima de las rodillas de mi mamá.

Una mujer muy bajita salió de una habitación, nos llamó por el apellido y fuimos acostándonos lentamente a la siguiente sala. Allí, nos esperaba un hombre con una bata blanca, sentado. Era calvo, llevaba gafas y sus cejas eran gordas. Su mirada no me inspiraba confianza, así que intenté ocultarme tras mi mamá.

Nos sentamos y empezaron a hablar. Decían palabras muy raras y que me daban escalofríos aunque no lograba entender nada. Mamá lloró, y explicó que me llevaba muy mal, mi papá la cogió del hombro y yo me sentí avergonzado por hacerla llorar muchos días.

Tras una larga charla el médico, me señaló una cama donde me izo tumbar y me pinchó con un líquido ardiente. Empecé a gritar muy fuerte, quería salir de allí, pronto, vino la misma enfermera de antes y se llevo a mis padres fuera. Eso me dio más rabia aún, así que grite más y más fuerte, hasta que de pronto, me sentí agotado y cerré los ojos para descansar un momento.


Todo lo siguiente fue extraño. Noté presión en mi ojo izquierdo. Luego, al medico pidiendo “pinzas” varias veces. Tras unos minutos, el doctor dijo algo de “hielo”, no lo entendí y pensé que ésta pesadilla, pronto terminaría. Aunque me equivocaba, porque la presión que sentí en aquel momento era insoportable, llegaba dentro de mi cabeza y se movía hacia un lado y a otro como un limpia-parabrisas y yo, que no podía moverme, sentía cómo una fuerza me sujetaba encima de ésa cama. Luego, la presión también se repitió en el ojo derecho y seguida por el movimiento de limpia-parabrisas lavando mi cerebro.

Desperté y mis padres estaban sentados a mi lado. Aún me encontraba en la sala dónde el doctor me había dormido y sentía un fuerte dolor de cabeza. Pronto, mi papá le dio al doctor un fajo de billetes, y mi mamá recogió las cosas para marcharnos.

No tenia ganas de hablar. El camino de vuelta a casa fue mas silencioso y triste que el de ida. Ya no sabia si aun estaban peleados conmigo, pero la verdad es que ya no me importaba. Solo quería llorar y que esta horrible cefalea terminara pronto.

Una vez en casa, me tumbé en mi cama. Encerrado en la habitación lloré sin que mis padres me oyeran. Me sentía diferente, vacío, solo, sin vida y culpable. Culpable por ser niño, culpable por equivocarme, culpable por correr culpable por jugar y odiosamente culpable por vivir.

Ya han pasado treinta y dos años desde que ese doctor me intervino en su consulta, treinta y dos años que me robaron mi infancia, mi personalidad y mi vida tras esa lobotomía.


Premio para el que se lo lea entero y suspire algo interesante:)

viernes, 9 de octubre de 2009

Deseos


Sus pies y sus manos estaban helados como de costumbre. No se había percatado de éste hecho hasta que él le cogió la mano y pudo sentir el contraste que le quemaba la piel. Sintió como, a través de su mano, le estaba robando el calor y la vida, pronto le soltó. No le parecía ético, y no quería él pudiera notar que sus manos se parecían tanto a las de un muerto pero con demasiada carne.

Podía imaginar la expresión de perplejidad que iba a acompañar esa reacción, así que lanzó su mirada a lo lejos, para no tener que ver esos ojos oscuros clavados en ella.

El tiempo transcurrió sin vocablo alguno. Su cabeza, perfectamente encajada en su hombro y las respiraciones, ambas muy profundas, estaban acompasadas. El sudor de sus cuerpos se les estaba empezando a helar. Ella se agarró fuerte a él y un escalofrío siguió el camino de su columna hasta llegar a su cabeza haciendo tiritar todo su cuerpo. Él tumbado en esa cama podía oler el dulce aroma afrutado que se desprendía del cabello de su chica mientras lentamente recorría el largo camino de ese cuerpo, que tanto le gustaba, con la yema de los dedos.

Ambos compartían un único deseo sin apenas haber mediado palabra.

Que majo es el insomnio...

miércoles, 7 de octubre de 2009

Sabor a sal


Mi tiempo es demasiado valioso para echarlo a perder con tus niñerías. Así que, escrito el punto y final, es tiempo de pasar página y quitar el polvo que lo cubría todo. Porque los oasis en los desiertos, son sólo ilusiones que aparecen tan pronto como desaparecen.


Mira como me río, o mejor dicho, mira como sonrío!


Estoy empezando a coger el gusto a esto del blog… Prometo seguir escribiendo cuando mi inspiración y el escaso tiempo libre me lo permitan.

Quiero aprovechar la ocasión para maldecir la escasa calidad fotográfica. Alguien con consejos que darme? Acepto propuestas. Disculpen las molestias, pasen buen día.

domingo, 4 de octubre de 2009

Me río del "endless"

Aún oliendo mi muñeca derecha a colonia, puede que ya haya llegado ese final malo al que tu, una vez, me dijiste que temías. Hubiera podido terminar mejor? Creo que no. Todas las historias de amor tienen un final malo. Y éste, malo como todos, ha sido el nuestro.



(Abro blog, vamos a ver que sale…)