Oí a mi mamá llorando y a mi padre, también exasperado aunque sin abandonar su compostura tan fría. Hablaban de un médico con mucho, mucho talento, y un centro u hospital, no lo sé, a veces le llamaban centro, y a veces, hospital.
Cuando me harté de gritar, vino mi papá para soltarme y acostarme en mi cama, sin cenar, que también formaba parte del castigo.
Me levantaron pronto, estaba hambriento, así que bajé corriendo a la cocina para almorzar. Vi a mi mamá vestida con la ropa marrón y la camisa blanca que se ponía siempre para ocasiones especiales. Papá también había elegido una corbata a juego con sus zapatos y su cinturón. No entendía nada, pero algo especial se acercaba porque me pidieron que almorzara rápido y que me fuera a vestirme con mi chaqueta azul marino, mi pantalón azul marino y mis nuevos zapatos que me hacían llagas.
Subí al coche y pronto me volví a descalzar, sólo había andado por casa y mis pies ya me dolían. ¡Como odiaba esos zapatos!
Con tanto ajetreo se me había olvidado preguntar adonde íbamos, pero no me preocupaba, ahora solo me molestaban esos dichosos zapatos.
Había mucho silencio en el coche, por lo que deduje que: o aún seguían enfadados conmigo, o que alguien había muerto.
Tras treinta y cinco minutos de viaje, mi papá aparcó y nos bajamos. Fue allí donde pregunté adonde íbamos, y mi mamá sólo me dedicó una sonrisa vacía, muy diferente a las que hacía cuando papá llegaba de trabajar con buenas noticias, o cuando yo le hacía un beso.
Nos dirigimos a un edificio que parecía un hospital, y mis rodillas empezaron a temblar. Nos sentamos en unas sillas blancas y marrones que estaban en la entrada y yo me puse encima de las rodillas de mi mamá.
Una mujer muy bajita salió de una habitación, nos llamó por el apellido y fuimos acostándonos lentamente a la siguiente sala. Allí, nos esperaba un hombre con una bata blanca, sentado. Era calvo, llevaba gafas y sus cejas eran gordas. Su mirada no me inspiraba confianza, así que intenté ocultarme tras mi mamá.
Nos sentamos y empezaron a hablar. Decían palabras muy raras y que me daban escalofríos aunque no lograba entender nada. Mamá lloró, y explicó que me llevaba muy mal, mi papá la cogió del hombro y yo me sentí avergonzado por hacerla llorar muchos días.
Tras una larga charla el médico, me señaló una cama donde me izo tumbar y me pinchó con un líquido ardiente. Empecé a gritar muy fuerte, quería salir de allí, pronto, vino la misma enfermera de antes y se llevo a mis padres fuera. Eso me dio más rabia aún, así que grite más y más fuerte, hasta que de pronto, me sentí agotado y cerré los ojos para descansar un momento.
Todo lo siguiente fue extraño. Noté presión en mi ojo izquierdo. Luego, al medico pidiendo “pinzas” varias veces. Tras unos minutos, el doctor dijo algo de “hielo”, no lo entendí y pensé que ésta pesadilla, pronto terminaría. Aunque me equivocaba, porque la presión que sentí en aquel momento era insoportable, llegaba dentro de mi cabeza y se movía hacia un lado y a otro como un limpia-parabrisas y yo, que no podía moverme, sentía cómo una fuerza me sujetaba encima de ésa cama. Luego, la presión también se repitió en el ojo derecho y seguida por el movimiento de limpia-parabrisas lavando mi cerebro.
Desperté y mis padres estaban sentados a mi lado. Aún me encontraba en la sala dónde el doctor me había dormido y sentía un fuerte dolor de cabeza. Pronto, mi papá le dio al doctor un fajo de billetes, y mi mamá recogió las cosas para marcharnos.
No tenia ganas de hablar. El camino de vuelta a casa fue mas silencioso y triste que el de ida. Ya no sabia si aun estaban peleados conmigo, pero la verdad es que ya no me importaba. Solo quería llorar y que esta horrible cefalea terminara pronto.
Una vez en casa, me tumbé en mi cama. Encerrado en la habitación lloré sin que mis padres me oyeran. Me sentía diferente, vacío, solo, sin vida y culpable. Culpable por ser niño, culpable por equivocarme, culpable por correr culpable por jugar y odiosamente culpable por vivir.
Ya han pasado treinta y dos años desde que ese doctor me intervino en su consulta, treinta y dos años que me robaron mi infancia, mi personalidad y mi vida tras esa lobotomía.